Mi año en el Liceo – Un viaje de evolución, lucha y amor propio
Después de seis años en Portugal, sentí que era momento de
expandirme. Llegué al Liceo con la ilusión de mezclar lo mejor de
dos ligas, de crecer como jugador y de buscar la cima con humildad
pero con un hambre voraz. Desde la pretemporada, el calor gallego no
fue impedimento para la energía vibrante que se sentía en el grupo,
y reencontrarme con un amigo de la infancia dentro del equipo fue un
guiño hermoso de la vida.
El año arrancó con la Supercopa y una semifinal contra el Barça. No fue
nuestro mejor partido, pero sabíamos que el equipo aún se estaba formando.
Detrás de escena, yo ya venía sintiendo molestias que arrastraba desde
la temporada anterior en Tomar. Al principio creí que era una sobrecarga,
pero el dolor empezó a hablar más fuerte. Medicación, ilusiones, altibajos…
hasta que el cuerpo me gritó basta. En noviembre los estudios confirmaron
una pubalgia, y decidimos aguantar hasta el parate de diciembre para
encarar dos meses de recuperación.
Y ahí, justo ahí, llegó mi mamá. Como si su sexto sentido supiera que
su hijo la necesitaba. Fue la primera vez que vino a verme a Europa,
y aunque yo me sentía mentalmente preparado para afrontar ese momento,
su presencia lo transformó todo. Su amor, su cuidado, su compañía… me
sanaron de una forma inexplicable. Sentí una felicidad tan profunda que
me volvió a llenar de vida.
Fueron días duros, de entrenamientos solitarios en el gimnasio y en la
pileta, de acompañar desde afuera mientras todo adentro mío pedía estar
en la pista. Ahí descubrí que la paciencia también se entrena. Sin presiones,
sin fechas mágicas, solo intentando ser mejor cada día para volver y
quedarme. El alta llegó y con ella el nuevo reto: recuperar el ritmo
de la liga. Al principio me sentía lejos del nivel, pero confié en el
trabajo. Volví, empecé a marcar, a sentirme sólido de nuevo… y llegó
la Copa del Rey, donde dimos batalla física y mentalmente.
Pero la vida me tenía otra prueba. En semifinales, una tarjeta roja me
dejó afuera tres partidos. Cuando volví, con la ilusión puesta en la
Champions League, mi entrenador me dijo que había perdido la confianza
en mí. Fue un golpe seco. Le estreché la mano y me fui a entrenar, con
lágrimas escondidas. Me quise ir a casa. Pero ahí apareció todo lo que
había trabajado mentalmente estos años. No me quebré. Reflexioné. Me
enfoqué. Volví a entrenar más que nunca, en silencio, porque sabía que
si la oportunidad llegaba, yo iba a estar listo.
Y llegó. El segundo partido de Champions me tocó entrar. Metí un gol,
ganamos, forzamos la prórroga y los penales. No pasamos, pero yo me sentí
ganador. Por no dudar nunca de lo que soy, por haberme sostenido en mis
valores, por confiar. Terminé la temporada siendo nuevamente un jugador
clave: goles, asistencias y, lo que más me enorgullece, ¡sin una sola
tarjeta! 😄
Hoy estamos en playoffs, peleando los cuartos de final contra Lleida.
El camino no fue fácil, pero tengo claro que las historias grandes se
escriben así: con heridas, coraje, cabeza fría y corazón caliente.
Vamos Liceo. Todavía podemos hacer historia.